Arrastrados, arrebatados, girando en diversas direcciones, ya avanzando hacia el Mediodía, ya hacia el Oriente, pasaron tres días y tres noches.
La tripulación, espantada, cree que ha llegado la hora de que Portugal purgue su atrevimiento de un siglo, y que el Océano va a vengarse de cuantos secretos le habían arrancado aquellos impertérritos nautas.
Al fin, una mañana, el viento y las olas los arrojaron en una bahía baja y arenosa, que denominaron de las Vacas por las muchas que allí vieron.
¡Habían doblado el Cabo tan deseado! ¡Habían encontrado el límite del África! Pero lo ignoraban todavía.
Continuaron, pues, caminando al Este, siguiendo la inclinación de la costa, y temiendo a cada momento que ésta se dirigiese de nuevo al Sur, como aconteció en el golfo de Guinea.
Así llegaron a Lagoa.
Allí se sublevó la tripulación, pidiendo a Díaz que se volviese, pues el barco de las provisiones se había perdido, y ya se encontraban a más de mil ochocientas leguas de la patria; pero Díaz obtuvo que le dejasen correr otras veinticinco leguas más, prometiendo que, si en aquel espacio no se inclinaba la tierra hacia el Norte, daría por terminada la expedición y regresaría a Lisboa.
Pocas horas después, la costa de África se presentó a los ojos de los portugueses tendida hacia el Norte en toda la extensión que alcanzaba la vista.
-¡Compañeros! -gritó el comandante-: ¡hemos triunfado! ¡Hace tres días que doblamos el último cabo de África!... ¡A Portugal! ¡A Portugal!.
Y recordando que en aquel cabo estuvieron tan expuestos a perecer, llamáronle desde luego el cabo Tormentorio.
Arribaron entonces a una pequeña isla, que denominaron de Santa Cruz, situada en la frente de Cafrería; y reparadas las averías de las naves, y hechas algunas provisiones, levaron anclas, volvieron las proas hacia el camino que habían traído, y emprendieron la vuelta a Portugal, adonde llegaron en diciembre de 1487, diecisiete meses y medio después de su partida.
Inexplicable fue el júbilo del rey, de la corte y de toda la nación al saber la fausta noticia de que se había encontrado el fin de África; y como dijera Díaz que había llamado Cabo de las Tormentas a aquel promontorio tan deseado, «No quiera Dios -replicó el monarca- que conserve un nombre de tan mal agüero. Que se le llame CABO DE BUENA ESPERANZA».
Y dijo esto por la que abrigaba de llegar a la India por aquel camino.