Viajes por el Mundo

ANTARTIDA

Crónicas Viajeras

Crónica antártica

 



Llevo 4 horas metiendo datos al ordenador. Todo va bien. Estoy contenta por que ya acabo. ¿El ordenador parpadea o me lo parece a mi?. Miro alrededor, también se ha apagado la luz por un breve momento. Me empieza a dar un sudor frío. Vuelvo al ordenador. Empiezo a teclear para mirar si los datos están en su sitio. Nada. Sigo desde el principio y tampoco nada. Me sudan los dedos. ¡No puede ser verdad! ¡Se ha borrado todo!. Todos los datos se han ido al carajo después del apagón. No sé si reír o llorar. Miro a un punto del blanco techo y cierro los ojos. No, no puede ser verdad. Mi cabeza da un vuelco interior y noto una ligera brisa. Es fría, pero a la vez confortante. No quiero abrir los ojos, estoy muy a gusto así. La brisa es algo más intensa, y oigo ruido de pájaros a lo lejos, como si los llevara oyendo largo rato.



Abro los ojos para ver nieve y hielo por todos lados. Hasta donde alcanza la vista, allá en el horizonte, hay glaciares inmensos. Me miro la ropa extrañada. Tengo el equipo de alta montaña que utilizo para las grandes ascensiones. Todo mi material está cubierto por una ligera capa de hielo. Me paso los guantes por el pasamontañas, y noto la aspereza de unos pequeños colgantes de hielo. Ahora sí siento frío. Cuando estoy pensando el tiempo que llevo así, mirando el paisaje helado, oigo una voz masculina a la espalda. «Qué bonito es ¿verdad?». pero no es mi idioma, es inglés. Miro en dirección a la voz. Hay un hombre, cuya cara no puedo identificar porque tiene las gafas de sol, y su rostro está cubierto por un moderno pasamontañas de color rojo. Pero si puedo ver su sonrisa, es brillante, tranquilizadora. «Tenemos que seguir ascendiendo» me dice ¿ascendiendo? ¿por donde hay que ascender?. Y miro dirección a su mirada. Hay una enorme mole rocosa encima nuestro.



Él empieza a abrir camino en la nieve. Yo le sigo y poco a poco empiezo a entrar en calor. Los dedos de los pies me están agradeciendo la subida de temperatura. La ascensión resulta fatigosa, por lo que descansamos cada rato. Ya nos queda menos. El sol se está ocultando en breves momentos, y está tan bonito. Cuando me quiero dar cuenta, estamos en la cima. El está contento y se quita el pasamontañas. Su rostro no es bello, pero sí agradable. Y ese tono que le da el cálido reflejo del sol lo hace muy suave. Miro mas detalladamente y… ¡Pero si es mi amigo Fredy el alemán! Como no le había reconocido antes. Entonces, si es Fredy es que estamos en la Antártida. «¿No sacas fotos?» me pregunta saliendo de mis pensamientos «si» contesto en inglés. No es que yo sepa mucho inglés, pero cuando no nos entendemos así, hablamos por señas y echamos mano del diccionario de bolsillo. La verdad es que no hablamos mucho porque cuando estamos juntos nos sentimos muy a gusto y sobran las palabras. El sol está ya oculto, pero el cielo sigue de color dorado. Hay unas pocas nubes flotando, y los pájaros parecen jugar con ellas. Miro a la derecha y veo no muy lejos la costa, y cerca de ella un barco. Si, es el barco que nos ha traído a la Antártida. Cerca de la costa hay mas gente paseando entre las colonias de pingüinos. Pero cuando miro a mi izquierda, lo que nos parecía que estábamos en una cumbre, forma parte de una inmensa plataforma glaciar que se extiende hasta el infinito. No puedo dejar de sentirme muy pequeña y vulnerable en esta inmensidad. Pienso que nuestra vida, llena de experiencias tristes y alegres es muy corta.



Cuando nosotros abandonemos este mundo , aquí seguirán las rocas y el hielo, inalterables, como si no hubiera pasado nada. Quizá por la razón de ser como una estrella fugaz, que dura unos segundos, pretendo vivir mi vida lo más intensa posible. Todavía recuerdo el amanecer de hace unos días. El cielo estaba lleno de espesas nubes que flotaban a baja altura, cuando éstas se abrieron en un espacio muy pequeño, dando lugar a uno tímidos rayos de luz que alumbraban un iceberg a lo lejos. Parecía un rayo divino. Y esa luz refulgente del témpano contrastaba vivamente con el grisáceo contorno que la rodeaba. Y aquél otro día, cuando aparecieron a lo lejos unos surtidores de agua, que poco a poco se iban acercando a un costado del barco donde aparecieron 3 maravillosas ballenas. El barco se paró, y como si formara parte del trato, las ballenas empezaron a juguetear entre ellas de una manera tan delicada y suave que parecía imposible, dado su gran tamaño, no hacerse mutuo daño.



Ahora empiezo a recordar, me vienen muchas cosas a la cabeza, desde las focas tumbadas en un iceberg, echando la siesta, con su piel plateada brillando al Sol, hasta los curiosos pingüinos, infatigables en el mar, patosos y graciosos en la tierra. Todos estos recuerdos han sido inolvidables para mi, que han hecho de este viaje a la Antártida algo sublime, por que al fin y al cabo que más podía pedir , un lugar mágico como éste, en compañía de una buena amistad como Fredy, pueden resumir mis ambiciones en el mundo. «¿Volvemos para abajo?» me pregunta Fredy. «Si, claro», pero antes cierro los ojos otra vez. Se oye un ruido de teléfono, cada vez más cerca y más estridente, hasta que despierto a la realidad. Estoy sudorosa y confusa. Hay una gran actividad en la oficina, todo son ruidos de impresoras, teléfonos, faxes. Me toca alguien el hombro, me doy la vuelta «tienes un fax» me dice. Voy como una autómata al aparato, «será la copia del pedido que estaba esperando».



Cuando lo leo, empiezo a sonreír. Es de Fredy, me invita a que vayamos juntos el próximo viaje, a Nueva Zelanda. Doy un brinco de alegría y todo el mundo me mira. No importa, empieza una nueva aventura.



De un explorador anónimo.